Llegará el tiempo en el que la verdad se abrirá camino; siempre llega, mi precioso. Llegará el día en el que caerán los velos y se resquebrajarán las mentiras que esparcieron los Orientales de ojos porcinos y pies peludos en los últimos años de la Guerra. Dice el Bolsón que somos una criatura maligna, pequeña y viscosa, oscura como la oscuridad. Dice que somos una criatura solitaria y furtiva, de ojos grandes y redondos. El malvado oriental, mi tesoro, bien conoce el valor de las palabras.
Las palabras...
Ayer tuvimos un sueño: Caminábamos silenciosos por una gran gruta que se extendía y extendía por debajo de toda Arda. Íbamos buscando algo pero no conseguíamos recordar qué. ¿Íbamos buscando un tesoro, mi precioso? Sin duda, un tesoro, mi tesoro. Después de recorrer toda la gruta, lo encontramos, pues en el fondo de la gruta, más allá de los confines del mundo, había una pared y en la pared unas runas y en las runas un pensamiento:
La única diferencia entre el cuento y la verdad
es lo a menudo que se cuentan el uno y la otra.
Talló estas runas Gr-Egoryke-Yes.
Apenas nos dio tiempo a leerlas (sí, precioso, la Pequeña Gente sabemos leer, no somos bestias primitivas) y ya los orientales estaban arrancándolas del muro y guardándolas en un cofre que el Bolsón se llevó silbando. Ahora, cuando estamos despiertos, parece absurdo que se puedan arrancar de la pared unas runas talladas, sin esfuerzo y sin dejar marcas, pero en el sueño ocurría, vaya que sí ocurría, precioso.
En el sueño perseguimos al Bolsón, que se llevaba el cofre con el pensamiento y que se iba riendo mientras huía; le perseguimos durante días sin cuenta pues necesitábamos recordar el pensamiento de esas runas, y él se reía mientras se burlaba:
–Aquí, Gollum, aquí, eh, hola, mi tessssoro– siseaba, y a continuación cantaba esa horrible y tonta canción oriental que tantos años nos ha acompañado:
Chepudo Gollum anda a cuatro patas.
Ten cuidado con el negro baboso
que aunque parece un caracol miedoso
sólo come niños muertos y ratas.
Ven conmigo, mi adorado tesoro
Que te trataré muy bien, mi precioso
Te chuparé tu tuétano esponjoso
Y después eructaré sin decoro.
Dedos Largos es un sapo asqueroso,
Y se cree dueño del anillo de oro
Que cuando se pone le vuelve hermoso.
Pero todo el mundo le canta a coro:
Chepudo Gollum, ¡lárgate, apestoso!
Ni con tu anillo hablarás en el Foro.
Así que en la cueva Gollum habita
Y todo el mundo le teme y evita.
Esa es la canción, oh, sí, mi regalo de cumpleaños, la canción del Gollum. Cortesía del Señor Bolsón, de Bolsón Cerrado, en Bolsón de Tirada: racista, demagoga y estúpida, como el viejo Bolsón.
Después de una eternidad de persecuciones, cuando ya le íbamos a alcanzar, el Bolsón se puso mi Tesoro y desapareció y ya sólo podíamos oír su risa, alejándose.
Entonces despertamos. No somos adivinos, pero no es necesario ser uno de los Sabios del Concilio para aprehender el significado de este sueño, ¿no es verdad, mi tesoro? Cuánta verdad encierra el pensamiento de estas runas soñadas, y cuan bien se lo aprendió el maldito Bolsón. Desde que nos lo quitó hasta que empezó la Guerra del Anillo, recorrimos todas las tierras desde los Puertos Grises hasta las Montañas de Hierro y desde el lejano Harad hasta las Montañas Azules, y en todos los sitios se les canta con regocijo a los niños la historia de cómo el Bolsón burló a esa criatura patética, despreciable y repugnante, que se llamaba Smeágol y que gorgoteaba al hablar -¡Gollum, Gollum!
Sólo han pasado treinta años desde que encontré al Bolsón por primera vez, mi tesoro, y ya la historia se troca en leyenda y ya la tragedia en bufonada para los hijos rechonchos de los orientales. Tienes que escuchar la verdadera historia, precioso, porque si no desaparecerá sepultada por las mentiras orientales y Smeagol el Alto se evaporará de la memoria y sólo quedará en el recuerdo Gollum el Ridículo.
Oye nuestra versión de la historia y comprende, mi tesoro.
Recordamos muy bien aquel día. Era nuestro cumpleaños. Desde el Mar vinieron hasta la Colina de las Piedras los Orientales, guerreando y quemando las mieses. Vinieron con el Sol, ese odioso Ojo en el cielo que nos abrasa y nos espía. Y no vinieron solos. Feroces Elfos de ojos brillantes les acompañaban. Y los Enanos crueles y gordos como los barriles de la cerveza del Pueblo del Lago. Y también los Hombres, gigantes sin mente, esclavos de los Orientales. Todos vinieron a las montañas preciosas de la pequeña gente. Vinieron a por tierras, a por ganado, a por la plata de nuestras colinas y a por los deliciosos frutos del pillaje y el saqueo. ¿No te habrías tragado esas patrañas de que los orientales –se llaman hobbits a sí mismos- no han roto un plato en su vida y se dedican a fumar hierba y a contar historias junto al fuego? No podemos imaginar cómo habrían sobrevivido en medio de Eriador si así hubiera sido. Son un pueblo guerrero, como todos los pueblos vivos, los que no lo eran ya perecieron –como la Pequeña Gente, tesoro- o son esclavos de los que sí lo son. Los orientales son guerreros y además alquilan mercenarios de todas las razas para expandir sus dominios. Créenos, mi precioso.
Como una plaga de langostas arrasaron nuestros campos y así desaparecieron nuestros espíritus familiares, cuyo destino era uno con nuestras cosechas.
Hollaron con sus pies enfundados nuestros lagos y ríos y así murieron nuestros peces que eran nuestros hermanos y nos alimentaban.
Luego talaron los árboles y derribaron nuestros templos y allí murieron nuestros dioses que en ellos residían.
Después inundaron nuestras cuevas acogedoras con ese líquido negro que es la sangre de los padres de los Enanos y las prendieron fuego, y allí murieron nuestras hembras, que dormían juntas, abrigadas en el gineceo comunal.
Todas estas hazañas las perpetraron mientras el Ojo maligno brillaba en el cielo, mientras dormíamos protegiéndonos del Ojo, cuando, ciegos y aturdidos, no podíamos salir de nuestras mansiones subterráneas para defender nuestra heredad. Quemaron nuestros bosques, asesinaron a nuestros ancianos y a nuestras esposas; los que no murieron por el fuego, perecieron por la flecha o por el hacha cuando salían de las cuevas huyendo del incendio. Todo sin ira y sin remordimientos, como si la Pequeña Gente no fuera gente en absoluto, como si fuéramos vacas, árboles, piedras u hojas que lleva a cualquier parte el descuidado viento. Sólo quedábamos los machos y los jóvenes, que dormíamos en una cueva separada, en un otero algo alejado del pueblo y que por eso no encontraron... al principio, como enseguida se verá.
Hasta que llegó la noche y se ocultó el Ojo. Cuando comenzamos a salir, desde el otero se ofrecía a nuestra vista el paisaje de la muerte y de la destrucción allá abajo. ¡Cómo lloramos aquel día cuando comprendimos lo que había pasado! ¡Cómo les odiamos y cómo necesitábamos venganza! Allí nos armamos todos con nuestros cuchillos y nuestros dardos. Cantamos canciones de guerra y nos embadurnamos los rostros con sangre...
Caímos sobre ellos. ¡Qué grande aquella batalla y qué hermosos aquellos guerreros! Casi olvidamos el dolor de la pérdida cuando veíamos a nuestro hijo Deagol el Fuerte, acuchillando a los Enanos asesinos de su madre. Cuando vimos a nuestro padre, Smeagol el Alto, casi tan grande como un Hombre, estrangulando a un feroz Elfo que en los estertores de la agonía le arañaba el rostro con uñas afiladas. Pero Smeagol no aflojaba su abrazo, ni con el rostro cubierto de sangre. Incluso llegó a parecer que ganaríamos, hasta que desde el otero donde estaba nuestra cueva empezaron a llover flechas certeras. Miramos hacia arriba y vimos a los orientales que disparaban parapetados en las rocas. Tensaban sus arcos una y otra vez y sembraban la muerte en nuestra hueste.
En aquella batalla pereció Deagol el Fuerte, que cayó fulminado cuando una flecha le entró en la cabeza por el ojo izquierdo. Deagol quedó tendido, ya muerto antes de que su cabeza golpeara el suelo. Allí fuimos cayendo uno a uno pues con nuestros dardos no llegábamos a las rocas donde estaban parapetados los orientales, que ensayaban y perfeccionaban su puntería con nosotros. Al final quedamos nosotros solos, tesoro, y viendo el día perdido, nos lanzamos corriendo hacia el río. Si llegábamos al agua, podríamos escapar y guardar la venganza para otras lunas, así que corrimos como perseguidos por Balrogs, hacia un río que parecía no acercarse apenas, a pesar de que el corazón se nos salía por la boca con la carrera.
Las flechas silbaban a nuestro alrededor y finalmente una nos atravesó la pierna, de modo que caímos al suelo mientras oíamos el grito de triunfo de uno de los orientales. Nos volvimos a levantar y seguimos cojeando en zigzag, acercándonos al río salvador, murmurando plegarias a los espíritus de los vientos para que desviaran las flechas de nuestros enemigos. Otra flecha nos agujereó un brazo y volvimos a caer. Ahora ya apenas oíamos los gritos lejanos. Tanto habíamos corrido y tan cerca estaba ya el agua. Nos levantamos chorreando sangre y con un último esfuerzo nos sumergimos en el agua acogedora que al recibirnos se tiñó de rojo.
En ese momento no pensábamos en Deagol, ni en nuestras hembras muertas, sólo en bajar hasta las profundidades, donde pudiéramos estar a salvo de las flechas, hasta que se fueran los malvados. Ya en el fondo, nos arrancamos las dos flechas y esperamos. Pasaron una noche y un día. Creemos que perdimos el conocimiento varias veces allá abajo en lo oscuro. En el duermevela de la fiebre de las heridas, allí en las profundidades del río, encontramos el Anillo. Tal vez por casualidad o tal vez por los inescrutables designios de ese Señor Oscuro. No lo podemos saber, mi tesoro.
Lo que sí es cierto es que entonces no sabíamos nada de anillos de Poder, ni de Mordor, ni de invisibilidades ni de Espectros. Sólo sabíamos del dolor y de la venganza. El Anillo fue para nosotros recordatorio de la Matanza del Cumpleaños y emblema de nuestra venganza. Ciento y siete de la Pequeña Gente murieron aquel día. Nos pusimos el anillo en el dedo y juramos que no nos lo quitaríamos hasta que ciento y ocho orientales pagaran por lo que habían hecho el día de nuestro cumpleaños en la Colina de las Piedras.
Salimos del río de noche para encontrar las orillas plagadas de orientales y Enanos. Aparentemente habían decidido instalar una mina allí para sacar la plata de nuestras colinas. Eran demasiados. Sólo Smeagol no sería rival para ellos. Uno a uno, tal vez, pero qué podíamos hacer contra cientos de aquellos hediondos salvajes. Así que volvimos a las cuevas de las montañas, mi tesoro, a las cuevas que conocíamos como la palma de nuestra mano y en las que nunca nos encontrarían. A esas cuevas en cuya oscuridad veíamos mucho mejor que ellos y en las que podíamos evitarlos o emboscarlos según la necesidad y la oportunidad.
Allí habitamos durante muchísimos años, matando ocasionalmente aquí a un Enano gordinflón, allí a un trasgo, allá a un orco baboso, y muy de vez en cuando un Elfo o un oriental. Matando y huyendo, tomando fuerzas para volver a matar, bebiendo de las aguas subterráneas y comiendo de lo que matábamos con nuestras manos, y huyendo de las antorchas y de los Elfos, así pasamos tantos años, precioso mío.
Fueron años muy duros y largos, sin más compañía que nosotros mismos, que sólo nos hablábamos de la venganza y del recuerdo de la matanza, hasta que no supimos hablar de otra cosa.
Afortunadamente, el Anillo empezó a hablarnos y a hacernos compañía. Nos hablaba de otras edades, de batallas gloriosas entre los Poderes de la Tierra. Nos explicaba cómo era el mundo antes de los Años Oscuros. Nos contaba como nos había esperado en el fondo del río durante siglos y siglos a nosotros, como éramos los elegidos, como él era nuestro desde siempre, para ayudarnos a conseguir la gloria, a ser oídos por los sabios, a que nos sirvieran los valientes. No es que tuviéramos mayor interés ni en los sabios ni en la gloria ni en los valientes, pero resultaba reconfortante en aquellos años de oscuridad hablar de algo que no fuera de Deagol muerto, de las flechas, de la matanza de mi cumpleaños. Otros días nos hablaba del Señor Oscuro y de su tremendo Poder. No nos gustaba ese Señor Oscuro, pero los cuentos del Anillo nos hacían compañía.
Así que a menudo escuchábamos a nuestro Anillo, a nuestro tesoro, y nosotros le hablábamos de Deagol, de los malvados hobbits, de aquel día que era nuestro cumpleaños en la Colina de las Piedras. Aunque el Anillo casi nunca nos escuchaba. Prefería hablar de ese Sauron-Señor-Oscuro que a veces pintaba magnánimo y bondadoso y a veces cruel y terrible. No le interesábamos, mi precioso, no le interesaba nuestra historia, ni nuestra venganza ni la pequeña gente. Prefería hablar de Gente Grande. Pero le contábamos la historia de todos modos, aunque él siguiera cantando de la Gloria y el Dominio y la Oscuridad y el Poder y la batalla. No nos gustaba ese Señor Oscuro que hacía cantar al Anillo de esa manera, precioso. Pero aun así seguíamos hablando con el Anillo, con el Tesoro, que era más nuestro que del Señor Oscuro, desde luego que sí, precioso.
Durante todos esos años de oscuridad poco a poco fuimos convirtiéndonos en un cuento de los que cuentan las viejas orientales a sus cachorros en las noches de invierno, para asustarlos. El viejo Gollum invisible que vendrá por la noche y os comerá. El que vive en la oscuridad y habla solo con su Tesoro. El que mata a los hobbits y a los enanos. El que come lagartos y arañas. El que gorgotea al hablar. No nos importaba, así nos temían, así entraban en las cuevas menos a menudo y con más miedo.
Llevábamos sesenta y siete orientales muertos en las cuevas cuando llegó el Bolsón. Uno más, pensábamos, precioso. Y por este exceso de confianza vino el llanto y la guerra. Quisimos jugar con él, como habíamos hecho con tantos, pensando que no eran enemigos en la oscuridad de las cuevas, nos gustaba que pensaran que iban a vivir, que podían escapar, nos gustaba que sufrieran entre la esperanza y la desesperación como había sufrido nuestro pueblo. Pero sobre todo queríamos una distracción para nuestra condena, hablar con alguien, aunque fuera un oriental, oír lo que fuera que no fuera nuestra propia voz o la del Anillo cuando empezaba con sus aburridos cantos de señores oscuros.
Así que el Bolsón fue mi huésped y pasamos varios días charlando y jugando: a los acertijos, a las cartas, al chaturanga y a los dados. A veces ganaba yo, a veces el Bolsón, pero ¿qué importaba? Al final lo mataría y me lo comería, como siempre. Pero este Bolsón nos emborrachó. Jugó bien sus bazas. Llevaba dos botellas de vino especiado en su equipaje y yo llevaba siglos sin beber. Y nunca había probado un vino tan fuerte. Así que la tercera noche, después de ganarme a los dados, dijo que quería celebrarlo y le dejé descorchar una botella. Al poco rato estábamos cantando canciones antiguas y ya pronto le estábamos pidiendo nosotros mismos que descorchara la segunda. Y discutiendo seriamente si liberarle de verdad, con la placidez estúpida de la borrachera. Fuimos a orinar y a la vuelta nos sentamos en una piedra, sólo un momento, para que se nos aclarara la cabeza, en seguida iríamos y mataríamos al Bolsón. Ya nos habíamos divertido bastante. Sólo un momentito descansando aquí. Un momentito...
Lo siguiente que recordamos es despertar y tener al Bolsón encima de nosotros arrancándonos el anillo del dedo. Nunca entendimos por qué no nos mató mientras dormíamos el sueño del vino. ¿Le faltaba coraje? ¿O tal vez había algo de cierto en las historias que nos contaba el Anillo de que estábamos llamados a muy altos destinos? Nos revolvimos todo lo rápido que podíamos pero el Bolsón se nos escurrió con el Anillo en su mano. Comenzamos a perseguirle pero enseguida caímos al suelo con la cueva dándonos vueltas en la cabeza. El caso es que consiguió fugarse. Pero sobre todo consiguió llevarse el Anillo.
Lo demás ya lo sabes, aunque sea entretejido con las caricaturas y mentiras que urdió el Bolsón en sus crónicas. Es cierto que abandonamos las cuevas para perseguir al Bolsón y para perseguir al Anillo. También es cierto que queríamos matar al Bolsón y a cuantos orientales pudiéramos hasta llegar a los ciento y ocho, pero abandonamos las cuevas sobre todo porque queríamos recuperar nuestro Tesoro, la prenda de nuestro juramento. Nosotros lo habíamos encontrado y con nosotros debía permanecer, hasta que se consumara nuestra venganza e incluso después, lejos de ese señor oscuro de la gloria y el poder, que no escuchaba las historias de la Pequeña Gente. Nunca permitiríamos que él lo tuviera, mi tesoro. El Anillo era nuestro. Nuestro o de nadie. O de nadie.
Por eso, te pedimos que viajes más allá de los Meandros de la Épica y allende las Montañas Brumosas de la Lírica, hasta el reino yermo de la Piedra, donde palabras, ideas e intenciones palidecen y sólo quedan los hechos, refulgiendo como espadas élficas. Cuando llegues allí, en ese paisaje hostil, pregúntate:
-¿Quiénes rescataron el Daño de Isildur del fondo de un río en el que el Señor Oscuro lo habría encontrado apenas hubiera empezado a recuperar su poder? No fue Bilbo Bolsón.
-¿Quiénes lo enterraron en las honduras de la tierra donde ni siquiera llegaba la mirada del Ojo Sin Párpado? Ningún hobbit.
-¿Quiénes lo custodiaron allí durante quinientos Años, renunciando a la compañía de los seres vivos? Pues no fue Gandalf el Gris.
-¿Quiénes lo hubieran custodiado otros quinientos más si el entrometido Bolsón no lo hubiera robado, provocando así la Guerra del Anillo? No, precioso, no Saruman (por cierto, mi tesoro, en la Guerra del Anillo murieron noventa mil orcos, cuarenta mil hombres, doce mil enanos y dos mil elfos, ya ves que gran servicio hizo el Bolsón a todos los Pueblos que Hablan).
Y aun sigue reflexionando, ¿quiénes acompañaron al Anillo hasta Mordor y quiénes eran los únicos que conocían el camino y además estaban dispuestos a seguirlo hasta las mismísimas fauces del Monte del Destino? ¿Gimli, hijo de Gloin, el Enano? No. ¿Legolas, el Elfo del Bosque Negro? Tampoco.
Pero sobre todo, sobre todo, precioso, pregúntate si fue Frodo el Mediano el que arrojó el Anillo al volcán destruyéndolo y si fue él quien se inmoló para destruirlo o fueron otros, tal vez los vilipendiados por la historia. Tal vez concluirás, en el desnudo terreno de los Hechos despojados de la fanfarria de las Palabras Orientales, de sus epítetos superfluos y de sus patéticas justificaciones, que fuimos nosotros, sólo nosotros, Smeagol el Alto y Gollum Dedos Largos, los que con su muerte destruyeron el Anillo y salvaron a la Tierra. Tal vez concluirás que esta es la única verdad.
...Y tal vez convendrás en que todo lo demás es pura manipulación. Brumas que oscurecen los hechos. ¡Qué gran periodista hubiera sido el Bolsón! Si tan sólo hubiera nacido seis mil años más tarde...
2 comentarios:
Sencillamente genial.
Vaya, la verdad es que siempre me ha parecido que Gollum tenía mucho más fondo que el que se había mostrado y me ha encantado ver esta versión ampliada. !!Es una pasada!!
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