Julio se rasca la calva, pensativo. Se da la vuelta en la cama -la barriga, convexa, blanquecina, cual giba de ballenato, parece que va a resoplar de un momento a otro-.
-Lola.
-¿Sí?
-¿Un poquito de tal y cual?
-¿De qué?
-Ya sabes, mira como lo tengo.
-¡Ay, Julio! ¡Qué labia tienes! Espera que me coloque.
Y no creas que no, a pesar de la barriga de Julio y de las tetas de Lola, en las que la gravedad ha cincelado su inexorable geometría, humores y tumescencias se desencadenan lúbricos; tal vez menos graciles que antaño pero más eficientes y eficaces.
La experiencia es un grado, tú, y Julio conoce ese cuerpo a tientas, y dónde tiene los resortes, y qué combinaciones son más deleitosas, aunque sean repetitivas. Y Lola, ay mi Lola altiva, la de la felación sin dentadura: Siempre pensé que lo más importante es la voluntad de agradar...
En diez minutos el paroxismo, contenido pero certero, sin aguja, pero con un posgusto de taninos que no tiene el blanco joven, más afrutado y efímero.
Apenas una hora después (a Julio ya Natura le ha impuesto algunas limitaciones de índole práctica) se repite el introito:
-Lola.
-¿Sí?
-¿Un poquito de tal y cual?
-¿De qué?
-Ya sabes, mira como lo tengo.
-¡Ay, Julio! ¡Qué labia tienes! Espera que me coloque.
Y mientras se desarrolla este preámbulo gozoso, de conclusión previsible, Julio piensa que alguna compensación tenía que tener el puto Alzheimer de Lola y que por fin la ha encontrado.
Lola, por su parte, piensa que esto de la Viagra no está tan mal...
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