o Cómo la ciencia-ficción conquistó el mundo, de Thomas M. Disch (1940-2008) es, sin duda alguna, el mejor libro que he leído este año.
Paradójicamente, este fenomenal novelista y poeta al que constantemente esquivaba el reconocimiento de crítica y público que merecía, siempre acababa recogiéndolo en los rincones más insospechados. Por ejemplo en El Tostadorcillo Valiente (1986), narración infantil que le compró Disney, o en este análisis lucidísimo de la ciencia-ficción como género que nos ocupa (1998) y que fue -¡oh broma cruel del destino!- la única de sus obras que se alzó con el premio Hugo de Ciencia-Ficción en el año de su publicación.
Thomas Disch publicó su última novela de ciencia-ficción en 1978 (En alas de la canción) y desde entonces sobrevivió mal que bien con su poesía, su carrera como crítico literario (en el Times, y en el New Statesman, con Martin Amis), una carrera de nuevo discreta pero personalísima en la literatura de terror y su pintura.
Y digo mal que bien porque finalmente tiró la toalla. A los sesenta y ocho años, tras la muerte por cancer de su pareja durante treinta años (Charles Naylor), el incendio de su piso, un embargo inminente, sin plata en el bolsillo y una vida si no extensa por lo menos intensa, lpidió que el último apagase la luz antes de salir. Hablando de su muerte, Ramiro Sanchíz recuerda a los estóicos: No cabe quejarse demasiado de la vida porque la puerta siempre está abierta.
Tal vez es la combinación de haber sido un profesional del género y su prematuro distanciamiento del mismo la que confiere al libro su tono único. Un tono como el del aquel hijo que a los cuarenta narra la historia de su padre, que le llevaba al futbol y le leía cuentos por las noches pero que bebía los sábados y no era muy inteligente. Es un tono nostálgico, con amor por el pasado mítico pero sin respeto y sin perdón por todas las vergüenzas y limitaciones de ese pasado que además de mítico resulta que era sórdido.
La verdad es que Disch deja pocos títeres con cabeza. Veamos: H.G. Wells, Philip K. Dick (con matices, con muchos matices), Gene Wolfe (en passant), William Gibson y pocos más salen relativamente indemnes del escalpelo, pero la mayoría de los demás son demolidos sin compasión. Algunos previsiblemente, como Ron L. Hubbard, fundador de la Cienciología, John Norman o Jules Verne -que, afrontemoslo, como literato era un puto desastre-. Pero la crítica es igual de despiadada contra otros popes mucho más respetables a priori: Robert Heinlein, Ursula LeGuin, Edgar Allan Poe, etc. En todos los casos el análisis de Disch pone de manifiesto fascismos varios y patológicos, deshonestidades editoriales de toda índole y limitaciones narrativas y espirituales.
Pero lo intelectualmente estimulante del libro no es tanto el repaso del Panteón sino el análisis del género en sí, de las necesidades psicológicas a las que responde (no saltarse la introducción titulada El Derecho a Mentir), de las razones políticas y sociológicas del éxito de Star Trek, de cómo la ciencia-ficción aunque despreciada por el establishment ha influido sustancialmente en el acervo cultural del siglo XX (no olvidemos que cinco de las diez películas más taquilleras de todos los tiempos son de ciencia-ficción).
Las reflexiones de Disch sobre el género cubren la carrera espacial, la guerra fría, el militarismo, la religión, el tercer mundo, el feminismo,... ¿qué más se puede pedir?
Por cierto que el capítulo final está dedicado a una disección estremecedora de lo estrecho, adocenado, uniformador y previsible del panorama editorial para la ficción especulativa -que es como le gustaba llamar a Disch a la ciencia-ficción. Y es en este punto donde mantengo mi única discrepancia fundamental con Disch - y con Juan Agustí- puesto que confunde absolutamente la parte con el todo ya que ¿acaso el resto del panorama editorial es distinto?
Paradójicamente, este fenomenal novelista y poeta al que constantemente esquivaba el reconocimiento de crítica y público que merecía, siempre acababa recogiéndolo en los rincones más insospechados. Por ejemplo en El Tostadorcillo Valiente (1986), narración infantil que le compró Disney, o en este análisis lucidísimo de la ciencia-ficción como género que nos ocupa (1998) y que fue -¡oh broma cruel del destino!- la única de sus obras que se alzó con el premio Hugo de Ciencia-Ficción en el año de su publicación.
Thomas Disch publicó su última novela de ciencia-ficción en 1978 (En alas de la canción) y desde entonces sobrevivió mal que bien con su poesía, su carrera como crítico literario (en el Times, y en el New Statesman, con Martin Amis), una carrera de nuevo discreta pero personalísima en la literatura de terror y su pintura.
Y digo mal que bien porque finalmente tiró la toalla. A los sesenta y ocho años, tras la muerte por cancer de su pareja durante treinta años (Charles Naylor), el incendio de su piso, un embargo inminente, sin plata en el bolsillo y una vida si no extensa por lo menos intensa, lpidió que el último apagase la luz antes de salir. Hablando de su muerte, Ramiro Sanchíz recuerda a los estóicos: No cabe quejarse demasiado de la vida porque la puerta siempre está abierta.
Tal vez es la combinación de haber sido un profesional del género y su prematuro distanciamiento del mismo la que confiere al libro su tono único. Un tono como el del aquel hijo que a los cuarenta narra la historia de su padre, que le llevaba al futbol y le leía cuentos por las noches pero que bebía los sábados y no era muy inteligente. Es un tono nostálgico, con amor por el pasado mítico pero sin respeto y sin perdón por todas las vergüenzas y limitaciones de ese pasado que además de mítico resulta que era sórdido.
La verdad es que Disch deja pocos títeres con cabeza. Veamos: H.G. Wells, Philip K. Dick (con matices, con muchos matices), Gene Wolfe (en passant), William Gibson y pocos más salen relativamente indemnes del escalpelo, pero la mayoría de los demás son demolidos sin compasión. Algunos previsiblemente, como Ron L. Hubbard, fundador de la Cienciología, John Norman o Jules Verne -que, afrontemoslo, como literato era un puto desastre-. Pero la crítica es igual de despiadada contra otros popes mucho más respetables a priori: Robert Heinlein, Ursula LeGuin, Edgar Allan Poe, etc. En todos los casos el análisis de Disch pone de manifiesto fascismos varios y patológicos, deshonestidades editoriales de toda índole y limitaciones narrativas y espirituales.
Pero lo intelectualmente estimulante del libro no es tanto el repaso del Panteón sino el análisis del género en sí, de las necesidades psicológicas a las que responde (no saltarse la introducción titulada El Derecho a Mentir), de las razones políticas y sociológicas del éxito de Star Trek, de cómo la ciencia-ficción aunque despreciada por el establishment ha influido sustancialmente en el acervo cultural del siglo XX (no olvidemos que cinco de las diez películas más taquilleras de todos los tiempos son de ciencia-ficción).
Las reflexiones de Disch sobre el género cubren la carrera espacial, la guerra fría, el militarismo, la religión, el tercer mundo, el feminismo,... ¿qué más se puede pedir?
Por cierto que el capítulo final está dedicado a una disección estremecedora de lo estrecho, adocenado, uniformador y previsible del panorama editorial para la ficción especulativa -que es como le gustaba llamar a Disch a la ciencia-ficción. Y es en este punto donde mantengo mi única discrepancia fundamental con Disch - y con Juan Agustí- puesto que confunde absolutamente la parte con el todo ya que ¿acaso el resto del panorama editorial es distinto?
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