Este es el puente de mi pueblo. El Puente Romano. No es romano, sino románico, pero esto son detalles a los que nunca hemos prestado demasiado atención. Puente viejo, al fin y al cabo. Tiene nueve siglos y diez ojos. La mayoría de ellos (los ojos, no los siglos) de medio punto y algunos un poquito ojivados. Está reforzado para resistir las crecidas del Miñor y las mareas vivas de la ría. Mola porque no hay coches y se ataja a la panadería, aunque resulta incómodo para las sillas de ruedas.
En el centro del puente, tenemos este crucero. También es del Doce. Las flores son para la cruz, para el santo y para recuerdo de un suicida tuberculoso y enamorado. El de bajo la cruz es San Telmo, todavía patrono de los navegantes, a pesar de que le hemos cogido cierta antipatía por su repetitiva broma de iluminar en las noches de tormenta los mástiles metálicos con lucecillas fatuas que nos acompañan en la rugiente tempestad.
Bajo San Telmo, por cierto, podéis ver, si os esforzáis, tres ánimas, y es que aquí somos muy de ánimas. Nunca sobran unas ánimas en un puente.
El crucero usurpó el sitio de un inmemorial dolmen fálico y aun así no evitó que muy avanzada la Edad Media el puente siguiera siendo escenario de ritos de fertilidad: La mujer que no empreñaba había de pernoctar allí y cuando un viandante pasaba, debía pedirle que le echara agua sobre el vientre [aquí la traducción del bajo latín se vuelve confusa] y que prohijara o apadrinara al nasciturus.
Siempre ha sido un pueblo cachondo. Lo único que me tiene preocupado de él es que hay mucho paro yen invierno y que esta primavera apenas hay topos. Será Fukushima.
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